Necesitamos más inconformes y menos empleados para transformar el bienestar de la clase media Antioqueña.
Mientras en las empresas existan más personas inconformes, emprendedores, creativos, curiosos, que quieran transformar el mundo lograremos sociedades más igualitarias donde todos tengan más cabida y se valoren sus diferencias.
Al contrario de si continuamos con personas en las empresas que se comparten como el típico empleado que se conforma solo con obtener un salario y no trasformar la sociedad, tendremos una sociedad igual, que no cambia no se transforma y no mejora la igualdad y el bienestar de toda la sociedad.
Por eso es que nuestra sociedad no cambia, ni se transforma, por qué tanto los empleados, políticos, lideres no cambian continúan igual, por qué no orden su status Quo, no corren riesgos.
Por eso es que necesitamos líderes y empleados como Alejandro Echavarrria, Carvajal, Carlos E Restrepo, el general Uribe Uribe. Que querían transformar la sociedad y no solo su mundo, su empleo y su familia.
Todas estas personas conformes, se convierten en mediocres, haciendo una analogía con la cocina serian como un sanduche simple y ligth donde vamos a la fija por que a todo el mundo le gusta, pero sin mucha esencia ni sentido.
¿Es la mejor comida del mundo? Desde luego que no. ¿Es la peor? Seguro que tampoco. A nadie le disgusta un sándwich mixto pero difícilmente alguien lo elegiría para el menú de su boda o como última cena en el corredor de la muerte.
No es un plato brillante, pero para salir del paso nunca está mal; cumple su función.
Podríamos decir que el sándwich mixto es un plato sencillamente mediocre. No malo, ojo, me-dio-cre. Es decir, «de calidad media», «De poco mérito».
«Vivimos un orden en el que la media ha dejado de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y ha pasado a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar», denuncia Alain Deneault, filósofo y profesor de Sociología en la Universidad de Québec y autor de Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder (Ed. Turner), que analiza cómo las mediocres aspiraciones que invaden la sociedad están provocando ciudadanos cada vez más idiotas.
Condenados -diríamos- a desayunar, comer y cenar un sándwich mixto. «La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante».
La mediocracia nos anima a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante.
Veamos un ejemplo práctico que pone Deneault para entender el juego perverso del que habla en su libro. El sistema no quiere a un maestro que no sepa ni usar la fotocopiadora, pero menos aún aceptará a un maestro que cuestione el programa educativo tratando de mejorar la media.
Tampoco admitirá al empleado de una empresa que intente mostrar una pizca de moralidad en una compañía sometida a la presión de sus accionistas. Traslade el modelo a cualquier otra profesión y encontrará un panorama con profesores universitarios que en lugar de investigar rellenan formularios, periodistas que ocultan grandes escándalos para generar clics con noticias de consumo rápido, artistas tan revolucionarios como subvencionados y políticos de extremo centro.
Ni rastro del orgullo por el trabajo bien hecho. «Por oportunismo o por temor a represalias estructurales, es difícil resistir la presión de la mediocridad», lamenta el filósofo canadiense.
Todo se rige hoy bajo el conocido como Principio de Peter, una teoría formulada por el pedagogo Laurence J. Peter y el dramaturgo Raymond Hull (también canadienses) que establece que, en las jerarquías modernas, todos los trabajadores medianamente competentes -ni los más brillantes ni los que no son unos completos inútiles- son ascendidos en su empresa hasta que alcanzan un puesto para el que ya no están capacitados.
«Nuestros sistemas masivos de calificación, de evaluación y de indicadores están pensados para gestionar la media. Y la verdad es que lo hacen bastante bien», defiende Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política y Social en la Universidad del País Vasco. «La parte mala es que también castigan lo disruptivo. Lo que nos suena extraño tendemos a calificarlo como malo.
La única manera de combatir ese sesgo es tener un sistema en paralelo para concederse una cierta excepcionalidad porque el sistema, por nuestro comportamiento gregario y por la igualdad democrática, tiende a premiar la conducta adaptativa.
Quien quiera evitar ese sesgo lo que debe hacer es procurarse la compañía de alguien que le diga la verdad a la cara, que no le haga la pelota como hacen los asesores de hoy en día, sino que le diga alguna vez que está haciendo el ridículo.
El origen de esta mediocracia se remonta, según el relato de Alain Denault, al siglo XIX, «cuando los oficios se transformaron gradualmente en empleos», se estandarizó el trabajo y los profesionales se convirtieron en «recursos humanos», formateados, clasificados y empaquetados como gerentes, socios, emprendedores, autónomos, asociados…
Con una eficacia a gran escala que, para Denault, no tiene comparación en la Historia. Tenemos a gente que produce alimentos en cadenas de montaje sin saber cocinar ni un sándwich de jamón y queso, que te DAN INFORMACIÓN por teléfono con estimulantes tarifas que ni ellos mismos entienden, que venden libros que jamás leerían.
Que trabajan como la media porque el trabajo no es para ellos más que un mediocre medio de supervivencia.
Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado y servil pero sin convicciones. En ese caso, el futuro es suyo.
¿Es más peligroso un profesional mediocre que uno directamente malo?
– Para el poder, no. Mediocridad no es sinónimo de incompetencia. Los poderes establecidos no quieren perfectos incompetentes, trabajadores que no cumplan su horario o que no obedezcan órdenes. En realidad cuesta ser mediocre. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y moralmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos.
¿Somos más mediocres que antes?
No vamos a inventar un mediocrómetropara estudiar el grado de mediocridad de las personas, pero sí podemos establecer una evolución de los términos mediocridad y mediocracia en el curso de la modernidad. Inicialmente, era una expresión desdeñosa utilizada por las élites para denunciar el reclamo de las nacientes clases medias que querían probar la ciencia, el arte o la política. Por el contrario, la mediocridad en nuestro tiempo ya no es deplorada, sino promovida. Se ha convertido en un sistema.
En lo más alto de ese régimen mediócrata, encontramos a nuestros políticos. Se habrá cansado de oír lo mediocres que son y seguramente creerá que los de hoy son peores que los de antes y los nuestros peores que los del país vecino. Si le sirve de consuelo, Alain Denault sostiene que la mediocridad está en la naturaleza de casi todos los políticos actuales y el régimen que dibuja su ensayo se sostiene sobre esa nueva política convertida en una «cultura de gestión», en la que nuestros dirigentes se limitan a manejar los problemas de ayer y en la que se desprecia cualquier pensamiento crítico o cualquier reflexión a largo plazo, porque sólo se autoriza lo normativo, la reproducción, las afirmaciones mecánicas de lo evidente.
El orden político del extremo centro». Y no hablamos del centro demoscópico, allí donde dicen los politólogos que se ganan las elecciones, sino directamente de una propuesta para suprimir el debate entre izquierda y derecha y sustituirlo por palabras vacías.
«Se han impuesto en el lenguaje las barbaridades de las organizaciones privadas: aceptación social en lugar de democracia, partes interesadas en lugar de ciudadanos, sociedad civil en lugar de personas, consenso en lugar de debate, competitividad en lugar de ayuda mutua…
Se nos dice, paradójicamente, que depende de nosotros salir del desempleo, hacernos atractivos para el mercado laboral, ser activos en Facebook, emprender… Casi todo conspira para hacernos fracasar, para que parezca una vergüenza personal lo que es sólo la ira política dirigida contra un individuo a quien se ha enseñado a restringir su conciencia. No hay nada más extremo que el extremo centro», sentencia el autor de Mediocracia.
¿Cuál es entonces la solución contra la mediocracia?
La democracia es un sistema de gobierno para la gente media, así que la solución es elevar esa media, que haya más cultura de formación. No se trata de mejorar el proceso de selección de líderes. Nos obsesionamos con los líderes o con su ejemplaridad, cosas de ese tipo que subrayan las cualidades individuales de las personas, cuando lo que hay que trabajar es la inteligencia colectiva de la sociedad.
Y eso vale para el Gobierno y también para cualquier forma de organización humana.